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jueves, 25 de abril del 2024
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IGARTUBEITI EN LOS SIGLOS XIX Y XX, ÚLTIMAS TRANSFORMACIONES
©Alberto Santana

Todo estaba apalabrado, sin embargo algo falló. Al cabo de unos pocos meses de la llegada de la nueva nuera la convivencia entre las dos parejas resultó insoportable y Felipe comenzó a valorar la opción de abandonar la casa paterna e instalarse en el caserío Olazabal, propiedad de la familia de su esposa. En 1858 se confirmó la ruptura definitiva y el padre y el hijo disolvieron su sociedad firmando unas nuevas capitulaciones. Felipe se marchaba, pero no estaba dispuesto a abandonar su herencia; antes de irse a vivir a Olazábal exigió que se hiciera un inventario y tasación completa de todos los bienes de Igartubeiti. Ninguna de las partes implicadas pretendía que se abandonase la explotación del caserío, entre otras razones porque era la única fuente de subsistencia de los padres de Felipe y sus cuatro hermanos pequeños. De modo que la solución que se arbitró fue que Felipe cedería en arrendamiento la casa familiar a su hermano José María. El contrato se celebró en diciembre del mismo año 1858.


Garabato del llar y caldero de cobre.
Garabato del llar y caldero de cobre.
© Xabi Otero

Por primera vez en toda la historia de Igartubeiti se producía una situación de desdoblamiento entre la propiedad y la posesión del caserío. Esto significaba que a partir de aquel momento las tierras de Igartubeiti tendrían que producir no sólo para mantener a quienes las trabajaban, sino que habrían de exprimirse para generar un excedente con el que poder pagar la renta, que tras varias discusiones se fijó en cien ducados anuales. Los habitantes del caserío pasaban a convertirse en colonos o inquilinos de su propio hogar. Por causas casi siempre distintas a la expuesta, el régimen de inquilinato se había convertido en la fórmula de explotación agropecuaria más generalizada en los caseríos de Gipuzkoa del siglo XIX. La expansión de los mayorazgos rentistas había arrinconado a la propiedad libre reduciéndola a una cuarta parte de las granjas de la provincia, pero la posición de José María como arrendatario de su propio hermano resultaba cuando menos peculiar y, sin duda, reveladora de una profunda crisis familiar.

Aquella fue una generación desgraciada. José María Mendiguren se vio forzado con veintinueve años a asumir un protagonismo para el que no estaba preparado. Nunca llegó a casarse ni se atrevió a formar su propia familia, y cuando falleció en 1892 era sólo el tío solterón amargado por el recuerdo de la ruptura y otros sucesos del año 1858. Sin embargo tuvo que ser él mismo, ayudado de su hermano pequeño, Bernardo, cuatro años más joven que él, quien sacase adelante a la parte de la familia que había quedado en el caserío, incluyendo a la hermana discapacitada y a sus padres ancianos.


Yugo y correajes para la yunta. Los habitantes de Igartubeiti se convirtieron en arrendatarios apegados a la agricultura tradicional
Yugo y correajes para la yunta. Los habitantes de Igartubeiti se convirtieron en arrendatarios apegados a la agricultura tradicional. © Xabi Otero

Para completar los problemas Bernardo Mendiguren había tenido que casarse precipitadamente aquel mismo año de 1858 con la jovencísima Paula de Azkue, natural de Gabiria, probablemente porque ésta había quedado encinta con tan solo diecisiete años. La llegada de estas dos nuevas bocas al hogar de Igartubeiti justo cuando más necesario era ahorrar, para poder pagar la renta al hermano propietario, pudo ser la causa de que José María pospusiera definitivamente cualquier expectativa personal de matrimonio. Tras el desconcierto creado por el nacimiento del primogénito de Bernardo y Paula, al que bautizaron José Ignacio, llegaría nueve años más tarde una hija, Josefa, y posteriormente el pequeño José Joaquín. Durante algunos años la abundancia de niños, ancianos y discapacitados en el caserío, en un periodo en el que era necesario aumentar la producción, impulsó a los hermanos José María y Bernardo a considerar la opción de traerse a vivir con ellos a un joven primo, Juan Bautista Mendiguren Aramburu, que les ayudase como criado en las tareas agrícolas a cambio de techo y comida. Simultáneamente, para lograr estabilizar la precaria situación económica de una familia tan extensa, Bernardo exploró la posibilidad de obtener algunos ingresos externos a la actividad agropecuaria del caserío. El movimiento industrializador del valle del Urola se encontraba en pleno auge. Aunque el ambiente político todavía estaba enrarecido por la reciente derrota del bando carlista, las perspectivas económicas eran muy optimistas y por todas partes surgían nuevas empresas mecánicas, que en poco tiempo generaban a sus propietarios muchas más riquezas de las que hubiesen podido obtener en cientos de años de trabajo en los campos. Bernardo apostó todos sus recursos a la fundación de una fábrica de peines en Zumarraga. Pero de nuevo fracasó. Y esta vez de manera irreversible. Una noche del año 1879 desapareció y a la mañana siguiente encontraron su cuerpo flotando en el río, debajo del puente de Urretxu. Tenía cuarenta y cinco años, y dejaba a siete familiares en el caserío Igartubeiti.


En el siglo XIX se inició el proceso de desarraigo y dispersión de la familia en el caserío Igartubeiti
En el siglo XIX se inició el proceso de desarraigo y dispersión de la familia en el caserío Igartubeiti.
© Xabi Otero

La verdadera renovación generacional en la casa no llegaría hasta 1892. Aquel año el único hijo que quedaba en el caserío, Jose Ignacio Mendiguren, se casó con Nicolasa Aramburu y en el plazo de pocos meses murieron su tío José María y Paula, su madre. Muy poco tiempo antes, en 1885, José Ignacio había conseguido librarse del servicio militar alegando ser pobre e hijo único de viuda. Ahora estaba definitivamente sólo. No es que sus hermanos José Joaquín y Josefa hubieran muerto, sino que ante las dificultades para alimentarlos y dotarlos convenientemente habían dejado Igartubeiti para entrar en sendas órdenes religiosas. Con veintisiete años de edad, José Ignacio Mendiguren seguía siendo arrendatario de su primo, Ignacio María, pero al menos podía iniciar una vida propia sin la pesada responsabilidad de tener que alimentar a una gran familia y, además, la renta no había subido demasiado, con lo que disponía de mayor holgura de recursos para administrar sus excedentes. Para el año 1918 José Ignacio y Nicolasa habían conseguido formar una extensa estirpe de nueve hijos que se amontonaban en las tres habitaciones y en la gran cocina de Igartubeiti, unidos a un viejo criado llamado Santi Echeverria.

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