El caserÃo no habÃa conocido ningún cambio importante en tres siglos. Si acaso se habÃa deteriorado por falta de mantenimiento, y no es que sus habitantes se sintieran cómodos en estas condiciones, sino que la propia situación de inquilinato frenaba cualquier iniciativa de mejora de la casa. Cuando se produjo la ruptura familiar en 1858 Felipe Mendiguren habÃa obligado a su hermano a aceptar que "el arrendatario no tendrá derecho al abono de ninguna obra que haga en dicha casa sin previa autorización del amo. Las obras que haga en dicha casa el colono con licencia del amo se tasarán a un precio moderado, algo más vajo que el justo, y serán de abono cuando el amo le sacare de este arriendo, pero no tendrá derecho a su abono si saliese por su gusto Si la casa arrendada exigiese alguna obra de precisión, que se haga, no por gusto, sino por necesidad". En estas condiciones, ni el amo tenÃa interés alguno en hacer inversiones en la casa que no le iban a reportar ningún aumento de renta, ni el inquilino querÃa gastar su poco dinero en arreglar una casa ajena cuando su contrato le aseguraba que no se lo iban a valorar con justicia. Mientras tanto Igartubeiti languidecÃa congelado en el pasado, desfasándose cada vez más de las condiciones de vida de otros caserÃos de su entorno. Probablemente fue también durante la segunda mitad del siglo XIX cuando se desmontaron todas las partes móviles del viejo lagar, deterioradas por ausencia de manutención.
De los nueve hijos supervivientes de José Ignacio y Nicolasa, dos se hicieron monjas de la caridad, uno fraile capuchino, dos profesaron como sacerdotes pasionistas, una emigró a Hazparne para trabajar como sirvienta y el primogénito fue fusilado en Oiartzun durante la Guerra Civil de 1936. Todos ellos habÃan presenciado como jóvenes o adolescentes las apariciones milagrosas de la Virgen en una campa próxima al caserÃo, que en 1931 habÃan conmocionado a España y atraÃdo miles de peregrinos a Ezkioga. De todos los hijos, sólo quedaron en casa uno de los chicos medianos, Vicente, quien permanecerÃa soltero y a lo largo de toda su vida se hizo cargo de la labranza, y el hermano menor, José: el último continuador de la saga familiar. José Mendiguren se casó en 1944 con una compañera de la escuela, Francisca Bereziartua. Fue una boda sencilla de tiempos de posguerra. No hubo presentación de arreo, ni dote, ni regalos, pero se reunieron más de sesenta invitados para comer pollo asado, sentados en mesas corridas en el largo soportal de Igartubeiti. La novia vestÃa de negro, al modo tradicional, y después de la boda se fueron seis dÃas de luna de miel a Zaragoza.
La expectativa de la llegada de Francisca, que venÃa de trabajar en una casa elegante de Tolosa, al viejo caserÃo Igartubeiti sirvió de estÃmulo a la familia Mendiguren para esforzarse en modernizar algunas de las instalaciones de la vivienda. Se intervino sobre todo el área de la vieja cocina con suelo de tierra y fuego bajo sin campana, en la que los hombres, tiritando de frÃo, aun solÃan cubrirse la cabeza y la espalda con un saco a la hora de la cena, mientras acercaban la cara y el pecho a las brasas para calentarse. La obra consistió en reducir la cocina antigua a sólo un tercio de su extensión, cambiando la ubicación de la puerta de entrada y habilitando un pequeño zaguán con pasillo de acceso a las habitaciones traseras y a la caja de escaleras. En el espacio restante se delimitó una cuadra para bueyes y en un ángulo junto a la entrada se instaló un retrete. Aunque habÃa tendido de luz eléctrica desde antes de la guerra, el agua corriente no llegarÃa al caserÃo hasta 1960.
En la cocina se tapiaron las alacenas empotradas y adosada a este muro se armó una chimenea con campana piramidal que nunca llegó a tirar bien y sólo conseguÃa llenar de humo toda la estancia. También se agrandó la vieja aspillera que iluminaba la cocina desde el soportal, hasta hacer de ella un amplio ventanal situado sobre una flamante cocina económica de hierro colado.
Este fue el final de las transformaciones históricas de Igartubeiti. Posteriormente sólo se realizaron operaciones de mantenimiento, salvo en 1975, cuando se produjo un derrumbe parcial del faldón occidental del tejado, en el mismo tramo que habÃa quedado debilitado tras la gran obra de ampliación del siglo XVII, cuando se transplantaron los postes de esta zona a la nueva fachada de madera. La reconstrucción del hundimiento se realizó con técnicas y materiales pobres, que contrastaban con la esplendida estructura de viguerÃa del siglo XVI, que aun se mantenÃa milagrosamente en pie en el centro del caserÃo.
En 1985 los Mendiguren de Igartubeiti compraron el caserÃo a sus parientes lejanos, los descendientes de Felipe, y se pusieron a pensar de inmediato en la mejor manera de arreglarlo, tras varios siglos de ausencia de cuidados. Pronto se dieron cuenta de que cualquier intento de adaptar el edificio a unas condiciones de vida modernas significaba la destrucción del caserÃo.
Sólo entonces tomaron en consideración la propuesta de vender el caserÃo a la Diputación Foral de Gipuzkoa que estaba empeñada en salvar a toda costa el caserÃo manteniendo su plena integridad histórica. Asà lo hicieron, y en 1993 Francisca Bereziartu, la última etxekoandre de Igartubeiti, apagó definitivamente el fuego de la cocina, que habÃa ardido sin interrupción desde los siglos oscuros de la Edad Media, y abandonó su casa para siempre.